#ElPerúQueQueremos

Las empleadas del hogar merecen un trabajo digno*

Publicado: 2012-08-22

Ellos buscaban a una muchacha inmigrante. Y como yo necesitaba ganar dinero rápido, pues acepté ser víctima de explotación laboral. Incluso la hora de la siesta, aquella que por largo tiempo me había parecido la más sublime de toda mi estadía madrileña, se convirtió, de la noche a la mañana, en mi calvario. La niña que cuidaba no quería dormir en la tarde y por esa sencilla razón fui vilmente amonestada por sus padres. En todo el tiempo que duró mi faena como nana o, mejor dicho, empleada del hogar, fui la “culpable” de no lograr que dos niños mimados se porten como unos angelitos.

Hace un par de meses se me acabó el dinero en Madrid. Como suele suceder cuando uno se aleja de su país por demasiado tiempo, un día mis cuentas bancarias se quedaron vacías. Entonces me animé a buscar trabajo, a sabiendas de que dada la tremenda crisis que hoy azota España, solo me quedaba encontrar un puesto temporal que no requiera de un alto nivel de calificación. Hubiese querido ser camarera o repartir volantes en la calle, pero fui acogida por una agencia que emplea a jóvenes extranjeras que dominen el inglés y estén dispuestas a pagar 90 euros de inicial por enrolarse como ‘Aupair’ o niñera en español. Así fue que me estrené como #nimileurista, (en España se llama a todo joven entre 25 y 34 años que tiene bachiller, licenciatura y maestría bajo el brazo, pero aun así gana menos de 1.000 euros mensuales), pero vale apuntar que mi labor era sumergida. Sí señores, trabajé de ilegal en España y ya conozco las devastadoras consecuencias que eso acarrea.

“Te trataremos como una hermana mayor”, me dijeron los padres apenas pisé su hogar. Pues por apenas 320 euros mensuales (80 euros a la semana), se me pidió que cuide a sus dos niños de 8 a.m. a 3 p.m., les hable en inglés y controle su aseo. Eso sí, el trabajo también implicaba mudarme con toda la familia con el fin de no tener que hacer un viaje interprovincial y trasladarme todos los días a una casa ubicada en las lejanías de Madrid. “Luego de las 3 p.m. podrás hacer lo que te venga en gana”, se me prometió. “Vale, déjenme sola con mi computadora a partir de esa hora”, fue lo único que pedí, a pesar de que mi compañera de piso me advirtió que no acepte “el curro” (chamba) por esa absurda paga.

¡Qué ilusa y tonta fui! Mis empleadores clandestinos jamás respetaron mi horario de trabajo y nunca se les ocurrió pagarme más de lo convenido por cuidar a dos críos (doble chamba) que no paraban de jugar, corretear y pegarse entre ellos. Ya lo decía el abuelo de la casa: “Tu labor no es nada fácil, pues se trata de dos niños que cuando confabulan sus fechorías son un mar de desobediencia”.

De hecho, con el pasar de los días el niño mayor agarró confianza y empezó a tratarme como su esclava personal. Si no me daba la gana de jugar a solas con él, era capaz de agarrar su raqueta de tenis e intentar pegarme. Obvio que ante esta situación, varias veces pensé en atinarle un buen bofetón, pero al darme cuenta de que hasta podía ir a la cárcel por ello, solo me quedaba gritar e inquirir al niño engreído que “no joda más”. Muy ‘chivato’ terminó siendo el chaval. Un día le acusó a su papá y este me amenazó con denunciarme a la policía por insultar a un menor de edad. Menos mal que esto no pasó a paños mayores.

Reconozco que fui derrotada por la malcriadez de “dos niños prepotentes”, como así los llamaba el abuelo. Pero eso no era razón para que sus padres me denigraran o entraran en suspicacias que no vienen al caso. “¡Seguro que no le das su leche en las mañanas! ¿Cómo es posible que no puedas hacer dormir la siesta a una niña de cuatro años? Y tienes suerte de que te hayamos quitado carga de trabajo, pues aparte de ti hay una señora que viene a limpiar la casa por las mañanas”, repetían.

Tal parece que no solo fungí de nana. Quería solo un ‘cachuelo’ y al fin de cuentas fui tratada como una ‘chacha’ cuya jornada no acababa a las ocho horas, sino que se extendía por el resto del día. Si al principio mi labor se reducía a estar detrás de dos niños, ya luego los padres demandaron que lave los platos, que cocine (les advertí desde el comienzo que no sabía cocinar), que tienda todas las camas, que limpie a toda hora y que “pobre de mí” que se me ocurra pedir permiso para ir al banco o tomar aire en mis horas de trabajo.

En la solicitud que ellos enviaron a la agencia de empleos se estipulaba que me darían 77 euros al mes para pagar el metro que me permitiera trasladarme del centro de Madrid hasta su casa, y que siempre se respetaría mis horas libres. ¡De ningún modo se cumplió el acuerdo! Pagué por mi transporte por cuenta propia y todos los días los progenitores me miraban con cara de agravio si no lograba que sus angelitos duerman la siesta a las 4 p.m. (fuera de mi horario de trabajo). También recibí varios escarnios por no cuidar de los menores cuando a las 7 p.m. se les ocurría meterse a la piscina. ¡Mi privacidad fue arrebatada por dos mocosos!

Pues al mes de empezar con mis labores domésticas renuncié. Logré escapar a tiempo. Claro, tuve la suerte de que mi madre se apiadó de mí y hoy me envía dinero por el resto de tiempo que me queda en el extranjero. Pero no creo que sea el caso de la mayoría de empleadas del hogar que existe en el mundo. El jefe de familia me quiso demandar por alzar la voz a su niño, pero un momento: ¿Es que acaso yo no lo podía denunciar por contratar de forma ilegal y pagar a una inmigrante un misérrimo sueldo muy alejado del salario mínimo mensual en España (641,40 euros)? ¿Es que acaso no podía haber manifestado a las autoridades que fui víctima de explotación laboral? Me temo que, al igual que en Perú, acá hay miles de familias que prefieren contratar como internas a chicas desprovistas de papeles y que no conocen sus derechos.

Como indica un reportaje de El País, en España, hay 700.000 personas que trabajan en el hogar. De este grupo, más de 90.000 cobra de forma ilegal. Y ante la amenaza del despido, hoy muchas internas vienen aceptando rebajar sus sueldos por no perder la tarjeta sanitaria ni su permiso de residencia. En Perú la situación es casi igual o peor. Según el INEI, hasta el 2008, había más de 450 mil empleadas del hogar en el país, de las cuales 110 mil eran menores de edad. Pero según el Sindicato de Trabajadoras del Hogar, en la actualidad ya se habría sobrepasado el millón de empleadas y se estima que de esta cifra 50% llega a Lima con engaños o raptadas.

Lo último que me pidió la dueña de la agencia que me contrató es que aprenda de esta experiencia. “Por supuesto que es todo un aprendizaje”, le contesté. Pues hoy sufro de indignación cuando sé de trabajadoras que un día sin suerte son contratadas por familias déspotas que solo se encargan de robarles su libertad. Ahora tendré que contar mi caso a La Casa de Panchita.

La niña que cuidé se despidió de mí con un “chau chica, mañana vendrá otra porque tú no quisiste quedarte”. Solo me quedó reírme. ¿Es que acaso te olvidaste repentinamente de mi nombre o tus padres te comentaron que por irme de tu casa ya no tenía identidad? Pues señores, la próxima vez que busque a una muchacha de provincia para que se encargue de las labores domésticas, no la encierre bajo cuatro paredes, no la mire con desprecio por no tener sus mismas costumbres o no la insulte por cometer errores. Sería muy inhumano de su parte. Empiece a repensar que ella también tiene una familia con la que seguro quiere pasar más tiempo y que, ante tanto sacrificio, es mejor motivarla que tratarla como una inepta. No le robe su autoestima. Las empleadas del hogar necesitan que se dignifique su profesión.

*Texto publicado originalmente en Coherencia.pe el 20/08/2012


Escrito por

ianamalaga

Tengo una colección tan grande de historias personales que ya solo me queda burlarme de mí misma.


Publicado en

El Club de la Manzana

Otro sitio más de Lamula.pe